Me tengo que reír cuando oigo hablar a algunas mentes preclaras, cráneos privilegiados, en palabras de Don Ramón María del Valle Inclán en Luces de Bohemia. Y es que parece que algunos hayan descubierto el género de la ciencia ficción, hace tres días, como un Howard Carter cualquiera descendiendo los dieciséis peldaños de la tumba de Tutankamón.

Pero como está feo reírse y no contar el chiste, voy a la anécdota que me ha provocado la risa que cubre la rabia. Resulta que un supuesto intelectual de primera línea, en un debate televisivo, suelta una frase donde tenía cabida la expresión “sociedad orwelliana”. Comoquiera que alguien se quedó con cara de pez (de no entender nada, quiero decir), el hombre se lanzó a explicar con todo lujo de detalles qué implicaba la expresión.

Nada más terminar el discurso –dos minutos televisivos hablando se parecen más bien a dos horas de conferencia-, el oponente, terrible sonrojado de vergüenza ajena, casi entre dientes le dijo: “Perdona, pero acabas de contarme, punto por punto, Un mundo feliz”.

¿De verdad tenemos lo que nos hemos ganado?

El sabidillo, lejos de morirse del mismo sonrojo, va y le espeta que “para el caso es lo mismo Orwell que Harley [Sic.]”. Lo peor del caso es que seguro que a ese señor, afín al grupo político al que apoya el canal, volverá a tener su atril en el espacio público. Ole. Así nos va.

Pero no vamos a hablar de quienes gobiernan y los borregos que los rodean, comiendo del pesebre y dándoles calorcillo animal, como al Niño Jesús la burra de Belén, que según el Papa no estaba allí. Es más: no se trata éste de un post sobre figuras públicas, sino más bien sobre lo poco que me interesan sus andanzas, habida cuenta de la nada absoluta que tenemos en común.

La diferencia entre medrar y creer

Y es que, mientras este señor crecía a la sombra del matón del patio y medraba a la del politicucho de turno, dejándosela lengua entre las nalgas de su jefe, un servidor era de los que se partían la cara (casi siempre me la partían a mí) con el matón y gustaba de crecer por dentro ya que no lo hizo demasiado por fuera, acompañado de Verne, Asimov o, ya más crecidito, Sagan.

La otra gran diferencia es que si quiero mi gran atril púbico he de confundir a Verne con una especie de gusano de la carne o a Asimov con el defensa central del Zenit de San Petersburgo. Y no, mira: prefiero ser un amargado con conocimiento de causa que no renuncia a lo que leyó y le hizo crecer que un borrico feliz en su ignorancia.